La primera vez que tuve una tarjeta de crédito era una estudiante de universidad en Colombia. Me dio la sensación de que era un regalo, pues yo no la pedí y nunca la había necesitado. “No tienes que pagar cuota de manejo” me dijeron. Sólo la iba a usar para sacarme de algún aprieto o empezar la relación con el dinero plástico, el dinero que no se ve. Los otros estudiantes que la tenían sentían que les daba una especie de estatus elevado. Yo la habré usado un par de veces para comprar libros, que eran un lujo. Entonces supe que había que tener cuidado, porque en realidad no era plata regalada, era yo utilizando la plata que estaba destinada a mis necesidades básicas en darme un gusto o la que no tenía en ese momento con la esperanza de tenerla en el futuro.

Cuando le conté a mi papá me dijo:

“entrégala, las tarjetas de crédito son una trampa”.

En Colombia es posible vivir sin ellas, pero en Estados Unidos, país en el que vivo hace más de 15 años, no son un lujo ni un privilegio: son un requisito para poder acceder al popular

“sueño americano”.

Si por mi fuera, nunca habría tenido una. Las palabras de mi papá siempre las he tomado como verdad. Sin embargo, cuando estaba trabajando, ganando bien, soltera, quise comprar un carro. Para poder hacerlo tenía que “construir mi crédito” lo que en resumidas cuentas significa tener tarjetas de crédito, usarlas y pagarlas a tiempo.

Pensaba en las tarjetas como una manera de escribir el historial que me permitiría tener un carro y otras cosas en este país. Siempre fui muy meticulosa con los gastos, pagaba a tiempo y cuando podía el saldo entero. Mi credit score desde entonces ha sido perfecto.

El buen crédito establecido me dio la seguridad de que podía darme esos gustos que se me venían a la mente cuando estaba cansada: unas vacaciones largas, recluirme en un Spa. Con el crédito todo se vuelve posible, y esto incluye caer en la trampa de usarlo para las cosas que no se pueden comprar con el dinero que se cuenta en efectivo.

Pero el tiempo pasa y la vida cambia. Un día te casas, compras un carro más grande porque tienes hijos y una casa con patio para que corran libres. Vuelas cada año a tu país porque te hace falta tu familia. Haces un viaje a visitar a tu hermana que vive al otro lado del mundo. Con cada sueño hecho realidad, vienen más gastos: algunos planeados otros inesperados, como tener que reemplazar el aire acondicionado en un clima muy caluroso; cambiar la nevera que se rompió, salir huyendo de un huracán inminente o simplemente, pagar la escuela de los hijos, que son la prioridad.

Y así, sin darnos cuenta, se nos acumularon deudas en las tarjetas que ya no podíamos pagar con un solo sueldo y mi sueldo a medias porque me dediqué a ser mamá. Para salir del agobio de los intereses, consolidamos la deuda de todas las tarjetas en una sola con cero interés, y después en otra. Ha sido el crédito de mi marido el que salió afectado, pues él lo hizo a su nombre. En un momento, consideramos declarar bancarrota, pero nuestro caso no daba para tanto. Por ahora, les dijimos adiós a las tarjetas de crédito y tratamos de vivir el día a día con la plata que podemos tocar. La lección de todo esto es que el crédito puede salirse de las manos, y que en este país creado para consumir y endeudarse, es muy fácil que suceda.

Apretarse el cinturón ha sido una lección que todavía estamos aprendiendo y hoy más que siempre, las palabras de mi papá cobran todo el sentido. El crédito no es un regalo, es una responsabilidad que fácilmente puede convertirse en una trampa.

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